lunes, 18 de marzo de 2013

Relato: Sangre por sangre

Zoe levantó el rostro. Aún podía paladear el metálico sabor en su boca. Su lengua y sus labios estaban cubiertos por la sangre ya seca, de un rojo oscurecido. Estaba saciada pero, aun así, sentía un enorme vacío en su estómago. Levantó la mirada e hizo frente a los escrutadores ojos del ángel, si es que se le podía llamar así, que permanecía allí, quieto, expectante, tranquilo y curioso al tiempo. No entendía nada. No recordaba nada. Quería saber más y sólo había un camino posible.

- Éste era un violador –le dijo el ángel–. De niños. Seguro que su sangre sabe a culpabilidad.
- ¿Has bebido mucha sangre? –le contestó Zoe pasando el dorso de su mano por sus labios, tiñéndolo con un suave rastro bermellón.

El ángel sonrió. Sus alas de plumaje negro reposaban recogidas en su espalda. Vestía unos pantalones vaqueros de un azul desgastado, con un pequeño roto a la altura del muslo izquierdo, y una camisa blanca que llevaba desabotonada hasta casi llegar al ombligo. Iba descalzo, pero sus pies estaban limpios. Sus ojos marrones y sus finos labios permanecían ligeramente torcidos en una sempiterna sonrisa. Su cabello negro estaba revuelto, largo, sin llegar a los hombros. Entre su cabeza y sus negras alas sobresalía el pomo de una espada, de un dorado brillante casi cegador. Por su cuello, una pequeña cadena de plata, decenas de eslabones diminutos, caía para perderse por debajo de la camisa.

- Esto es lo que te está ofreciendo, Zoe.
- Sangre a cambio de sangre –El ángel asintió lentamente–. ¿Por qué?
- Porque así lo quiere.
- ¿Por qué después de tanto tiempo? –insistió Zoe.

El ángel avanzó hasta ella y se acuclilló para que sus miradas quedaran frente a frente, a la misma altura. Se encontró con sus ojos del color de la miel en cuyo medio nadaba su pupila negra, apenas una pequeña isla de azabache en un mar de oro. Su pelo castaño caía sobre sus hombros, ondulado. Su frente estaba cruzada por una cadena de oro blanco ya desgastado a modo de tiara. En el centro, un pequeño óvalo encerraba dentro de sí una pequeña piedra de obsidiana pulida que reflejaba la escasa luz que llegaba hasta ellos. Sus dientes eran blancos y deslumbrantes y, entre todos, destacaban sus dos largos y afilados colmillos. Su ropa, de lino negro, le tapaba ambos hombros, pero dejaba al descubierto su pecho para cerrarse en un escote muy provocativo.
Pero el ángel no desvió la mirada.

- Sí, Zoe. Ha pasado mucho tiempo. Tal vez demasiado. Pero tómate esto como una bendición. Una oportunidad.
- ¿Para qué?
- Creí que eras más inteligente –dijo el ángel en tono burlón–. Todos los que son como tú estáis condenados desde que despertáis a vuestra nueva vida, por llamarla de alguna forma. El primero de los vuestros os condenó. Os condenó para siempre –hizo una breve pausa–. Aun así, el Todopoderoso siempre os ha dejado una vía de salvación, un camino que ninguno ha aprovechado jamás. Y ha decidido iluminar tus pasos. Te ha otorgado la oportunidad de encontrar la salvación.

Zoe se incorporó. En su rostro se habían hecho bien visibles la incomprensión y el desconcierto. Y la ira. El ángel supo exactamente a qué se debía. Sin que ella lo supiera, se había dedicado a observarla y a vigilarla desde que naciera. Había sido una de las muchas tareas que se le encargaban. La conocía muy bien. Zoe no tenía ni idea de aquello, por supuesto. Por eso él estaba allí. Él, y nadie más que él, podían hacer lo que el Todopoderoso había ordenado hacer. Guardaba una sensación cálida en su ser cada vez que la observaba. Sabía lo que le gustaba, lo que odiaba, lo que la hacía reír o lo que la hacía llorar. Y por supuesto sabía lo que la llenaba de ira.

El no saber.

-  ¿Por qué? ¿Por qué yo y no otro?
- Muchas preguntas, escasas respuestas –contestó el ángel mientras cerraba los ojos a aquel despreciable humano muerto, el plato principal del banquete de Zoe–. Eres tú porque significas más para el Todopoderoso que todos los demás. Antes de ser lo que eres ahora, fuiste una humana normal y corriente, una chica joven de apenas veintidós años, bella, inteligente.
- No recuerdo nada de eso.
- Lo sé –contestó el ángel levantando la mirada para encontrarse nuevamente con la de ella–. Ninguno de los que son como tú recuerdan nada acerca de cómo eran antes. Muchos ni siquiera recuerdan cómo fueron convertidos, tú entre ellos. Han pasado muchos años desde entonces, casi cuatrocientos años. Y ahora, después de tanto tiempo, aparezco y te ofrezco todo esto.
- Sólo dime por qué y puede que acepte tu oferta.

El ángel sonrió una vez más. Parecía que aquel gesto era el más normal. A Zoe le resultaba extraño. No sólo por aquello. También por sus alas negras, por su aspecto físico tan parecido al de los humanos, por su ropa tan normal y por la empuñadura de la espada que asomaba a su espalda. Durante la vida que recordaba, aquélla en la que vivía como una criatura maldita, los hombres habían cambiado mucho. Su arte. Su música. Su forma de vida. Habían pasado de valorar el honor y la tierra sobre todas las cosas a matar por dinero y petróleo. Las iglesias se vaciaban, los árboles desaparecían, los esposos apenas podían verse porque necesitaban trabajar cuanto pudieran para poder pagar cuanto tenían y querían. Se habían creado armas espantosas, capaces de acabar con millares de personas en apenas unos instantes. Los aviones surcaban los cielos y los mares se veían perseguidos por las manchas negruzcas dejadas por los barcos a motor.

Sí, la vida había cambiado muchísimo, pero todo el mundo imaginaba y pintaba los ángeles de la misma forma que hacía trescientos años. Niños regordetes semidesnudos, de cabellos dorados y piel rosada, de mirada inocente, alas níveas y aureolas brillantes sobre sus cabezas. En eso no habían cambiado en absoluto. Pero, por lo visto, como en otras tantas cosas, lo humanos también se equivocaban.

- Hagamos otra cosa, Zoe –dijo el ángel levantándose–. Acepta el trato y yo, a cambio, te ayudaré a conocer tu pasado, aquél de cuando sólo eras una humana, y a descubrir por qué tú y no otro.
- A ver si lo entiendo –dijo ella con una mirada furiosa y, a la vez, esperanzada–. Si yo hago justicia en su nombre…
- No –le interrumpió el ángel–. Jamás harás justicia en Su nombre. Harás lo que él te diga, sin preguntas y sin resistencias. Pero nunca dirás que lo haces en su nombre. Todo aquél que lo ha hecho a lo largo de la historia ha cometido perjurio… aunque lo proclamara creyendo sinceramente en sus palabras. La justicia de los hombres, la ejecutan los hombres. La justicia divina queda fuera de su alcance. Nadie mata en Su nombre.
- Aún soy una criatura maldita –dijo Zoe no sin rabia.
- Aún –asintió el ángel.
- Está bien. Haré lo que él me pida a cambio de poder alimentarme y de que me ayudes a recordar mi pasado y a entenderlo todo.
- Eso es. Y te ofrezco también una vía de salvación, de escapar de los infiernos. No puedo ofrecerte más. Ni menos.
- ¿Cómo sabré qué he de hacer y cuándo?
- Yo te lo diré. Y yo te ayudaré.
- No necesito ayuda –contestó Zoe con arrogancia.
- Lo sé –sonrió el ángel con cierta nostalgia–. Lo sé.
- Está bien. Haré cuanto me diga…
- Pero…
- ¿Cómo sabré que cumples con tu parte del trato?

Por toda respuesta, el ángel tomó la cadena de su cuello con las dos manos y la pasó por encima de su cabeza. El colgante, lo que había permanecido oculto bajo la camisa, era una esfera de plata brillante hueca, al menos en apariencia, con una fina fisura vertical. Dentro parecía no haber nada pero, al moverlo, sonaba como si hubiera un par de diminutos cascabeles. Sin miedo a lo que pudiera pasar, el ángel se lo puso a Zoe.

- ¿Qué es?
- Es un llamador de ángeles.
- Había visto alguno pero sus dueños decían que no funcionaban.
- Sólo funcionan si te lo ha entregado tu ángel. Para aquéllos que los han robado, los han heredado o, simplemente, se los encuentran, no funcionan. Algunos los quieren por su plata, otros por su belleza y otros muchos porque son recuerdos gratos. No son objetos comunes pero nadie, salvo unos cuantos, han llegado a conocer su verdadero valor.
- ¿Tú eres mi ángel? –preguntó Zoe con curiosidad.
- Bien, veo que lo vas entendiendo –dijo él sonriendo nuevamente–. Para celebrar nuestro acuerdo te voy a hacer un regalo más. Por el momento no te servirá de mucho pero allá va –Hizo una pequeña pausa–. Seguro que has escuchado cómo los humanos repiten una y otra vez que toda moneda tiene dos caras, que todos tienen su parte buena y su parte mala.
- Sí –confirmó Zoe.
- Eso ocurre porque a todo humano, al nacer, le es asignado un ángel y un demonio. Si una persona es buena es porque prefiere escuchar a su ángel. Si es mala, a su demonio. Casi nadie llega a averiguarlo nunca.
- ¿Y el libre albedrío?
- Existe. Ni los ángeles ni los demonios tenemos la capacidad de obligar a alguien a hacer lo que no quiere. Cada persona es como es y actúa en consecuencia.
- Y te asignaron como mi ángel.
- Al ser concebida en el vientre de tu madre, sí.
- Pues no lo hiciste muy bien, ¿eh? –dijo Zoe con sarcasmo mientras se pasaba la lengua por uno de sus colmillos.
- Ni lo hice bien ni lo hice mal. Yo no podía hacer nada. Cumplí mi labor y lo seguiré haciendo. Solamente que ahora me verás más a menudo –dijo sonriendo.
-  Y si agito este llamador, ¿acudirás?
- Inmediatamente. Ese llamador es el símbolo de que tú y yo hemos estado unidos, de que estamos unidos y de que estaremos unidos para siempre.

Zoe tomó entre sus dedos la esfera incompleta, el llamador de ángeles. Al trasluz pudo ver cómo había letras grabadas, casi imperceptibles. Tres letras. Zoe. Cuando levantó la mirada, se encontró la sonrisa cálida del ángel. De su ángel.

-  Un futuro nuevo se abre ante ti, Zoe. Aprovéchalo.

El ángel se dio media vuelta para subir las escaleras y salir al exterior. La luz repentina de un relámpago dibujo su sombra contra la pared blanca. Un trueno hizo que los cimientos retumbaran. Por un momento, después de muchísimo tiempo, se le había olvidado por completo el sabor de la sangre, el placer de clavar sus colmillos en la aorta de alguna víctima inocente. Era cierto, había algo nuevo y desconocido delante de ella. Y eso la atraía muchísimo más que su vida. Algo interesante. Algo excitante. Una aventura.

Y después de muchísimo tiempo, había perdido la cuenta de los días, meses y años, Zoe sonrió. Casi había olvidado lo que se sentía al reír. Sin querer, hizo sonar el llamador. El ángel, se dio media vuelta.

- Aún es pronto para echarme de menos.
- ¿Cómo es? El Todopoderoso. ¿Cómo es?
- Eso, como todas las cosas buenas y malas de la vida, tendrás que descubrirlo tú misma, Zoe –le contestó el ángel–. Nadie puede hacerlo por ti. He ahí tu libre albedrío. Tendrás que ser paciente y aprender a esperar.
- Nunca se me dio bien esperar.
- Lo sé, Zoe. Lo sé.

El ángel sonrió una vez más y ella le devolvió el gesto. Asintió con la cabeza a modo de despedida y empezó a subir las escaleras.

- ¡Espera! –El ángel se detuvo–. Aún no sé tu nombre.
- Uriel.

Y desapareció.

Con una última sonrisa, arrancó el puñal del cadáver que yacía a sus pies y salió de aquel sótano con la rapidez de un gato salvaje y el sigilo de una sombra.

Por fin su vida tenía un sentido.

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