Zoe levantó
el rostro. Aún podía paladear el metálico sabor en su boca. Su lengua y sus
labios estaban cubiertos por la sangre ya seca, de un rojo oscurecido. Estaba
saciada pero, aun así, sentía un enorme vacío en su estómago. Levantó la mirada
e hizo frente a los escrutadores ojos del ángel, si es que se le podía llamar
así, que permanecía allí, quieto, expectante, tranquilo y curioso al tiempo. No
entendía nada. No recordaba nada. Quería saber más y sólo había un camino
posible.
- Éste era
un violador –le dijo el ángel–. De niños. Seguro que su sangre sabe a
culpabilidad.
- ¿Has
bebido mucha sangre? –le contestó Zoe pasando el dorso de su mano por sus
labios, tiñéndolo con un suave rastro bermellón.
El ángel sonrió. Sus alas de plumaje negro reposaban recogidas en su espalda. Vestía unos pantalones vaqueros de un azul desgastado, con un pequeño roto a la altura del muslo izquierdo, y una camisa blanca que llevaba desabotonada hasta casi llegar al ombligo. Iba descalzo, pero sus pies estaban limpios. Sus ojos marrones y sus finos labios permanecían ligeramente torcidos en una sempiterna sonrisa. Su cabello negro estaba revuelto, largo, sin llegar a los hombros. Entre su cabeza y sus negras alas sobresalía el pomo de una espada, de un dorado brillante casi cegador. Por su cuello, una pequeña cadena de plata, decenas de eslabones diminutos, caía para perderse por debajo de la camisa.
- Esto es lo
que te está ofreciendo, Zoe.
- Sangre a
cambio de sangre –El ángel asintió lentamente–. ¿Por qué?
- Porque así
lo quiere.
- ¿Por qué
después de tanto tiempo? –insistió Zoe.
El ángel avanzó hasta ella y se acuclilló para que sus
miradas quedaran frente a frente, a la misma altura. Se encontró con sus ojos
del color de la miel en cuyo medio nadaba su pupila negra, apenas una pequeña
isla de azabache en un mar de oro. Su pelo castaño caía sobre sus hombros,
ondulado. Su frente estaba cruzada por una cadena de oro blanco ya desgastado a
modo de tiara. En el centro, un pequeño óvalo encerraba dentro de sí una
pequeña piedra de obsidiana pulida que reflejaba la escasa luz que llegaba
hasta ellos. Sus dientes eran blancos y deslumbrantes y, entre todos,
destacaban sus dos largos y afilados colmillos. Su ropa, de lino negro, le
tapaba ambos hombros, pero dejaba al descubierto su pecho para cerrarse en un
escote muy provocativo.
Pero el ángel no desvió la mirada.
- Sí, Zoe.
Ha pasado mucho tiempo. Tal vez demasiado. Pero tómate esto como una bendición.
Una oportunidad.
- ¿Para qué?
- Creí que
eras más inteligente –dijo el ángel en tono burlón–. Todos los que son como tú
estáis condenados desde que despertáis a vuestra nueva vida, por llamarla de
alguna forma. El primero de los vuestros os condenó. Os condenó para siempre
–hizo una breve pausa–. Aun así, el Todopoderoso siempre os ha dejado una vía
de salvación, un camino que ninguno ha aprovechado jamás. Y ha decidido
iluminar tus pasos. Te ha otorgado la oportunidad de encontrar la salvación.
Zoe se incorporó. En su rostro se habían hecho bien
visibles la incomprensión y el desconcierto. Y la ira. El ángel supo
exactamente a qué se debía. Sin que ella lo supiera, se había dedicado a
observarla y a vigilarla desde que naciera. Había sido una de las muchas tareas
que se le encargaban. La conocía muy bien. Zoe no tenía ni idea de aquello, por
supuesto. Por eso él estaba allí. Él, y nadie más que él, podían hacer lo que
el Todopoderoso había ordenado hacer. Guardaba una sensación cálida en su ser
cada vez que la observaba. Sabía lo que le gustaba, lo que odiaba, lo que la
hacía reír o lo que la hacía llorar. Y por supuesto sabía lo que la llenaba de
ira.
El no saber.
- ¿Por
qué? ¿Por qué yo y no otro?
- Muchas
preguntas, escasas respuestas –contestó el ángel mientras cerraba los ojos a
aquel despreciable humano muerto, el plato principal del banquete de Zoe–. Eres
tú porque significas más para el Todopoderoso que todos los demás. Antes de ser
lo que eres ahora, fuiste una humana normal y corriente, una chica joven de
apenas veintidós años, bella, inteligente.
- No
recuerdo nada de eso.
- Lo sé
–contestó el ángel levantando la mirada para encontrarse nuevamente con la de
ella–. Ninguno de los que son como tú recuerdan nada acerca de cómo eran antes.
Muchos ni siquiera recuerdan cómo fueron convertidos, tú entre ellos. Han
pasado muchos años desde entonces, casi cuatrocientos años. Y ahora, después de
tanto tiempo, aparezco y te ofrezco todo esto.
- Sólo dime
por qué y puede que acepte tu oferta.
El ángel sonrió una vez más. Parecía que aquel gesto
era el más normal. A Zoe le resultaba extraño. No sólo por aquello. También por
sus alas negras, por su aspecto físico tan parecido al de los humanos, por su ropa
tan normal y por la empuñadura de la espada que asomaba a su espalda. Durante
la vida que recordaba, aquélla en la que vivía como una criatura maldita, los
hombres habían cambiado mucho. Su arte. Su música. Su forma de vida. Habían
pasado de valorar el honor y la tierra sobre todas las cosas a matar por dinero
y petróleo. Las iglesias se vaciaban, los árboles desaparecían, los esposos
apenas podían verse porque necesitaban trabajar cuanto pudieran para poder
pagar cuanto tenían y querían. Se habían creado armas espantosas, capaces de
acabar con millares de personas en apenas unos instantes. Los aviones surcaban
los cielos y los mares se veían perseguidos por las manchas negruzcas dejadas
por los barcos a motor.
Sí, la vida había cambiado muchísimo, pero todo el
mundo imaginaba y pintaba los ángeles de la misma forma que hacía trescientos
años. Niños regordetes semidesnudos, de cabellos dorados y piel rosada, de
mirada inocente, alas níveas y aureolas brillantes sobre sus cabezas. En eso no
habían cambiado en absoluto. Pero, por lo visto, como en otras tantas cosas, lo
humanos también se equivocaban.
- Hagamos
otra cosa, Zoe –dijo el ángel levantándose–. Acepta el trato y yo, a cambio, te
ayudaré a conocer tu pasado, aquél de cuando sólo eras una humana, y a
descubrir por qué tú y no otro.
- A ver si
lo entiendo –dijo ella con una mirada furiosa y, a la vez, esperanzada–. Si yo
hago justicia en su nombre…
- No –le
interrumpió el ángel–. Jamás harás justicia en Su nombre. Harás lo que él te
diga, sin preguntas y sin resistencias. Pero nunca dirás que lo haces en su
nombre. Todo aquél que lo ha hecho a lo largo de la historia ha cometido
perjurio… aunque lo proclamara creyendo sinceramente en sus palabras. La
justicia de los hombres, la ejecutan los hombres. La justicia divina queda
fuera de su alcance. Nadie mata en Su nombre.
- Aún soy
una criatura maldita –dijo Zoe no sin rabia.
- Aún
–asintió el ángel.
- Está bien.
Haré lo que él me pida a cambio de poder alimentarme y de que me ayudes a
recordar mi pasado y a entenderlo todo.
- Eso es. Y
te ofrezco también una vía de salvación, de escapar de los infiernos. No puedo
ofrecerte más. Ni menos.
- ¿Cómo
sabré qué he de hacer y cuándo?
- Yo te lo
diré. Y yo te ayudaré.
- No
necesito ayuda –contestó Zoe con arrogancia.
- Lo sé
–sonrió el ángel con cierta nostalgia–. Lo sé.
- Está bien.
Haré cuanto me diga…
- Pero…
- ¿Cómo
sabré que cumples con tu parte del trato?
Por toda respuesta, el ángel tomó la cadena de su cuello
con las dos manos y la pasó por encima de su cabeza. El colgante, lo que había
permanecido oculto bajo la camisa, era una esfera de plata brillante hueca, al
menos en apariencia, con una fina fisura vertical. Dentro parecía no haber nada
pero, al moverlo, sonaba como si hubiera un par de diminutos cascabeles. Sin
miedo a lo que pudiera pasar, el ángel se lo puso a Zoe.
- ¿Qué es?
- Es un
llamador de ángeles.
- Había
visto alguno pero sus dueños decían que no funcionaban.
- Sólo
funcionan si te lo ha entregado tu ángel. Para aquéllos que los han robado, los
han heredado o, simplemente, se los encuentran, no funcionan. Algunos los
quieren por su plata, otros por su belleza y otros muchos porque son recuerdos
gratos. No son objetos comunes pero nadie, salvo unos cuantos, han llegado a
conocer su verdadero valor.
- ¿Tú eres
mi ángel? –preguntó Zoe con curiosidad.
- Bien, veo
que lo vas entendiendo –dijo él sonriendo nuevamente–. Para celebrar nuestro
acuerdo te voy a hacer un regalo más. Por el momento no te servirá de mucho
pero allá va –Hizo una pequeña pausa–. Seguro que has escuchado cómo los
humanos repiten una y otra vez que toda moneda tiene dos caras, que todos
tienen su parte buena y su parte mala.
- Sí
–confirmó Zoe.
- Eso ocurre
porque a todo humano, al nacer, le es asignado un ángel y un demonio. Si una
persona es buena es porque prefiere escuchar a su ángel. Si es mala, a su
demonio. Casi nadie llega a averiguarlo nunca.
- ¿Y el
libre albedrío?
- Existe. Ni
los ángeles ni los demonios tenemos la capacidad de obligar a alguien a hacer
lo que no quiere. Cada persona es como es y actúa en consecuencia.
- Y te
asignaron como mi ángel.
- Al ser
concebida en el vientre de tu madre, sí.
- Pues no lo
hiciste muy bien, ¿eh? –dijo Zoe con sarcasmo mientras se pasaba la lengua por
uno de sus colmillos.
- Ni lo hice
bien ni lo hice mal. Yo no podía hacer nada. Cumplí mi labor y lo seguiré
haciendo. Solamente que ahora me verás más a menudo –dijo sonriendo.
- Y si
agito este llamador, ¿acudirás?
-
Inmediatamente. Ese llamador es el símbolo de que tú y yo hemos estado unidos,
de que estamos unidos y de que estaremos unidos para siempre.
Zoe tomó entre sus dedos la esfera incompleta, el
llamador de ángeles. Al trasluz pudo ver cómo había letras grabadas, casi
imperceptibles. Tres letras. Zoe. Cuando levantó la mirada, se encontró la
sonrisa cálida del ángel. De su ángel.
- Un
futuro nuevo se abre ante ti, Zoe. Aprovéchalo.
El ángel se dio media vuelta para subir las escaleras
y salir al exterior. La luz repentina de un relámpago dibujo su sombra contra
la pared blanca. Un trueno hizo que los cimientos retumbaran. Por un momento,
después de muchísimo tiempo, se le había olvidado por completo el sabor de la
sangre, el placer de clavar sus colmillos en la aorta de alguna víctima
inocente. Era cierto, había algo nuevo y desconocido delante de ella. Y eso la
atraía muchísimo más que su vida. Algo interesante. Algo excitante. Una
aventura.
Y después de muchísimo tiempo, había perdido la cuenta
de los días, meses y años, Zoe sonrió. Casi había olvidado lo que se sentía al
reír. Sin querer, hizo sonar el llamador. El ángel, se dio media vuelta.
- Aún es
pronto para echarme de menos.
- ¿Cómo es?
El Todopoderoso. ¿Cómo es?
- Eso, como
todas las cosas buenas y malas de la vida, tendrás que descubrirlo tú misma,
Zoe –le contestó el ángel–. Nadie puede hacerlo por ti. He ahí tu libre
albedrío. Tendrás que ser paciente y aprender a esperar.
- Nunca se
me dio bien esperar.
- Lo sé,
Zoe. Lo sé.
El ángel sonrió una vez más y ella le devolvió el
gesto. Asintió con la cabeza a modo de despedida y empezó a subir las
escaleras.
- ¡Espera!
–El ángel se detuvo–. Aún no sé tu nombre.
- Uriel.
Y desapareció.
Con una última sonrisa, arrancó el puñal del cadáver
que yacía a sus pies y salió de aquel sótano con la rapidez de un gato salvaje
y el sigilo de una sombra.
Por fin su vida tenía un sentido.
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