lunes, 29 de julio de 2013

Retazo: "Un duelo"

(Incluído en Sombras y honor (La espada de la serpiente), cap. 4).

Un gran tatami blanco había sido colocado en uno de los espacios despejados de flores dentro de los jardines del Palacio Imperial. Alrededor ya se habían congregado la mayor parte de los cortesanos. En veintisiete años de reinado, nadie había osado faltarle el respeto al consejero favorito del Emperador Go-Nara. Sin duda, aquél era un acontecimiento excepcional y todos querían estar presentes en él.

Aún no habían llegado los contendientes cuando se abrieron las puertas del edificio más cercano. Allí aparecieron ocho sirvientes portando un gran palanquín de oro y plata. Las blancas y finas cortinas estaban atadas a los mástiles que sujetaban al techo y la figura del Emperador se hizo visible. Era de esperar. Al fin y al cabo, el honor de Takeda Satoshi, el consejero más antiguo de todos, aquél que estaba con él desde que accedió al trono, estaba en juego. Además, Tenshi, uno de los samurái que mejor le habían servido, también había puesto en juego su vida. Sobre el tapete, había dos vidas que le importaban. Como si de una ceremonia solemne se tratase, la comitiva avanzó lentamente mientras todos los cortesanos se arrodillaban aguardando al Hijo del Cielo.

Cuando los sirvientes dejaron el palanquín sobre una pequeña tarima de madera que había preparada para tal efecto, los asistentes se levantaron y comenzaron a buscar a los contendientes con nerviosismo. El sol ya estaba oculto en casi tres de sus cuartas partes y ninguno de los dos había aparecido.

El primero en aparecer fue Nakano. Llevaba su quimono índigo cubierto a partir de la cintura con una hakama negra y un obi del mismo color. Orgulloso lucía su daisho mientras avanzaba con la cabeza bien alta y la mirada fija en el horizonte. Su caminar era lento y sus pasos seguros. Su cabello estaba recogido en el tradicional moño samurái. Su rostro reflejaba fiereza.

Tenshi no tardó en aparecer, seguido por Satoshi y Shizue. Vestía todo de negro, tanto el quimono como la hakama. Su obi era del mismo color y casi no se diferenciaba. Las empuñaduras de sus dos espadas también eran negras, sin adornos, así como las sayas. Una imagen realmente terrible. Como culminación, llevaba cubierto el rostro desde la barbilla hasta la nariz con un paño azabache.

Mientras Satoshi y su yojimbo se colocaban junto a la tarima del Emperador, Nakano y Tenshi se colocaron en el tatami, uno enfrente del otro, con una distancia de tres pasos entre ellos. Tras la inclinación formal, Nakano y Tenshi cruzaron sus miradas. Silencio. Nada más que silencio. Ambos intentaban visualizar el duelo, sus movimientos, los del contrario, cómo habrían de vencer. Los dos entonces tomaron la posición de ataque, con las manos en las tsuka de las katanas pero sin desenvainarlas. Decía la tradición que si uno de los contendientes observaba por sus conocimientos que su oponente era superior en su técnica antes de desenvainar, podía darse por vencido. Ambos guardarían su honor. Aunque ocurría escasas veces, el resolver un duelo sin muertes ni daños físicos era digno de elogios a ambos samurái. En cambio, si las katanas eran desenvainadas ninguno podría guardarlas hasta que el duelo se diera por concluido.

Faltaba poco para que el último rastro de la esfera de Amaterasu desapareciera de la vista tras las montañas, cuando Tenshi buscó con la mirada a Shizue. Ella le miraba sin pestañear. Intentó tranquilizarla y ella asintió levemente con la cabeza. Tenshi respiró profundamente y cerró los ojos.

En ese momento un zorzal cantó anunciando la marcha del sol. Tres segundos después, el duelo había acabado.

El tatami blanco estaba salpicado de sangre y ninguna persona se había movido de su lugar. Aún manifestaban el asombro por lo que acababan de ver. Un ruido sordo pareció despertar a todos de su sueño. El cuerpo de Nakano cayó inerte al suelo. Su cabeza descansaba a unos centímetros de él. Tenshi aún permanecía de pie, con una leve herida en su hombro izquierdo y con su katana aún firme y sus brazos tensos.

–El honor de Takeda Satoshi ha sido limpiado –dijo Tenshi, mientras recuperaba la posición y miraba a los ojos de Shizue–. Mi tarea ha acabado aquí.

Tenshi limpió la hoja en el cuerpo del caído, envainó la katana, se dio media vuelta y se alejó hacia las puertas de los jardines. Los cortesanos se negaban a moverse y no perdían detalle del guerrero que se alejaba. Satoshi escuchó un susurro detrás de él.

–Os he fallado, mi señor –dijo Shizue aguantando sus lágrimas.

No, Shizue-sama. No era vuestro momento.

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